La huella que dejan las palabras de los demás en la forma que tenemos de comportarnos, de pensar…nos debe hacer reflexionar sobre el lenguaje que utilizamos con nuestros hijos/as, pareja, amigos o compañeros de trabajo. Por eso en el blog de esta semana quiero hablar del efecto Pigmalión, efecto Galatea o profecía autocumplida.
Cuenta la leyenda que el rey de Chipre se enamoró de la estatua en forma de mujer que había modelado. Era perfecta para él. Y la comenzó a cubrir de besos, abrazos, la vestía y desvestía…hasta el punto de pedir a los dioses que dieran vida a esa mujer para poder casarse con ella. La fortuna hizo que la diosa Afrodita le concediese el deseo y se casó con esa bella mujer.
Todos hemos oído expresiones como “qué bueno eres en biología” o “qué mal se te da este deporte”. Podríamos estar un buen rato enumerando frases de este estilo. Probablemente, si se dijeran una vez, sería algo anecdótico. Pero, ¿qué pasa si se repiten una y otra vez? Que nos lo creemos. Y esto es lo que sucede con el llamado efecto Pigmalión: cómo las expectativas que tienen los demás sobre mi pueden convertirse en una profecía autocumplida. Esto es, falsas creencias que tienen sobre uno mismo (o los demás) que hace que comiencen a tratarme como si esas creencias fuesen ciertas, de tal modo que terminan cumpliéndose. Nos comportamos como esperan los demás que nos comportemos.
Esto tiene especial relevancia en el ámbito escolar. En los años 60, los investigadores Rosenthal y Jacobson llevaron a cabo un experimento para confirmar estas creencias. Aplicaron una prueba de inteligencia a niños de varios cursos de primaria. A éstos se les dijo que era una prueba para comprobar su capacidad intelectual cuando en realidad tan solo medía algunas aptitudes no verbales. A los tutores de estos alumnos se les dijo que aquellos que tuvieran buenos resultados en esta prueba, sería un indicador claro del buen rendimiento del alumno a lo largo del siguiente curso (obviamente la prueba no predecía tal cosa). Pues bien, varios meses después, los alumnos que participaron en esta prueba (sobre todo los de los primeros cursos de primaria), habían avanzado escolarmente mucho más que el resto de compañeros que no participaron. Se demostró de este modo lo que influyen las expectativas de los profesores en el rendimiento de los alumnos.
Con esto quiero destacar la importancia que tienen las palabras desde que nacemos. No sólo en la escuela, sino también en el ámbito familiar. Y en muchos casos esto se pasa por alto o no se le da importancia. Y es tan relevante atender a las expectativas positivas como a las negativas. Si a nuestros hijos/as no dejamos de alabarles o decirles lo bien que hacen todo, podemos caer en el error de generar en él unas expectativas poco realistas y pueden aparecer dificultades para tolerar la frustración o asumir ciertas responsabilidades, pues se sentirá intocable. En el caso contrario, utilizar de forma frecuente palabras despectivas sobre su valía o capacidad para llevar a cabo determinadas conductas, puede hacer que nuestro hijo/a se muestre cada vez más inhibido o con una baja autoestima para afrontar sus retos diarios.
Esto tiene una relación directa con el efecto Galatea: cómo nuestras propias expectativas pueden condicionar la forma en que nos enfrentamos a un determinado proyecto, trabajo, deporte, etc. Así, si un niño considera que se le dan muy mal las matemáticas porque lo lleva escuchando en casa y en el colegio toda la vida, lo más probable es que ante un examen se muestre mucho más nervioso, dudando de sus capacidades o directamente evitará esa situación. Porque, si creen que no puedo hacerlo, ¿para qué lo voy a intentar?
De nosotros depende cuidar nuestro lenguaje a la hora de comunicarnos con nuestros hijos/as o alumnos. Querer a nuestro hijo/a como un ser único y excepcional y animarle construir una identidad real y positiva.
No permitiré que nadie camine por mi mente con los pies sucios. Mahatma Gandhi.
Rosana Gallegos Pascual
Psicóloga infantil y juvenil